Un arte cotidiano: Envidia ante el sabio
Con el paso de los años te das cuenta de que actitudes que no hace tanto te parecían simpáticas e incluso admirables se despliegan con toda su farisea y patética silueta en el presente. Pero, aunque sea más infrecuente, también ocurre lo contrario, y éste es uno de esos casos.
En esa realidad tozudamente diaria en que se me ha convertido viajar en tren, aprendes a entretenerte jugando con las intuiciones y, dentro de los habituales compañeros de trayecto, apostarías a acertar que este es un presumido, que aquella hoy está preocupada, que el del final del andén siempre con esa cara de despistado, y pensamientos parecidos.
Opinas sobre gente que ves fugazmente a diario pero con la que nunca has roto el hielo, con los consabidos argumentos de para qué, por qué yo, nadie lo intenta, más tranquilo así.
Pero de vez en cuando aparece alguien distinto. Tendrá unos sesenta años y algunos días nos hemos sentado en el mismo vagón, cerca el uno del otro. Da igual con quien se siente, él tiene la íntima necesidad de presentarse al otro con un educado comentario y le propone indirectamente que le cuente el motivo de su viaje y sus andanzas habituales en la vida. Como sus interlocutores minuto a minuto se encuentran cada vez más cómodos hablando con él, sueltan la lengua y empiezan a mostrarle rápidos bocetos de sus alegrías y problemas personales y más de una vez he podido escuchar como le ofrecen sus direcciones y le invitan a pasar si tiene oportunidad por sus casas o trabajos a tomar un café. Para seguir charlando otro ratito, nada más.
Hace años este hombre me habría parecido un pesado difícilmente soportable, sin embargo ahora le miro sin que él me vea y me digo quién llegara a su edad y siguiera luchando así contra la cansina muerte de tantas cosas, contra viento y modorras, a pecho descubierto.